El nacimiento de la mística
El 16 de octubre de 1968 Estudiantes de La Plata se coronó campeón del mundo. Lo hizo en Inglaterra, en el inexpugnable Teatro de los Sueños, Old Trafford, la cancha de Manchester United, ante el rugido de decenas de miles de hinchas hostiles que gritaban “animals” desde las gradas. Lo hizo contra todo pronóstico, con un equipo conformado por cuatro jugadores de más de 24 años (Bilardo, Madero, Togneri, Conigliaro) y los restantes siete, jóvenes de 23 o menos criados en casa (la mayor cantidad de integrantes de inferiores en un equipo campeón del mundo hasta la actualidad). El equipo de La Plata, una ciudad de 478 mil habitantes, derrotaba a la empresa de Manchester, localidad industrial pujante de 2,5 millones de personas, al equipo que alineaba a tres integrantes de la Inglaterra campeona mundial de 1966, y, claro, a “El Mejor”, el norirlandés George Best.
Cinco años antes, Estudiantes se iba al descenso.
Aquel torneo de 1963 que condenó al Pincha a la segunda categoría de 1963 fue la culminación de “una etapa muy decadente”, recuerda Osvaldo Papaleo, por entonces un joven periodista que se dedicaba a cubrir la actualidad del club. “Estudiantes, en aquel entonces, era un buen pibe”, dice Papaleo: un club simpático, acostumbrado a la mitad de tabla y a rememorar algunas viejas etapas de gloria. Era el club de Nolo Ferreira, de Beto Infante, de Pelegrina, pero en Primera el club no había conseguido campeonatos en el profesionalismo: desde el regreso a Primera, Estudiantes había terminado por encima de la décima posición (sobre 16) en solo dos ocasiones (1957 y 1958): en 1960, había sido 13°, y en 1961, 14°, al igual que en 1962 (sobre 15 equipos), campañas que acabarían condenado a Estudiantes en 1963.
Su vecino, Gimnasia, era en aquellos años protagonista en la lucha grande; Estudiantes, en cambio, pasaba años de zozobra. Y de pleno desconcierto: entre 1959 y 1961, hubo cinco entrenadores diferentes. Había sufrido un año antes la peor derrota de su historia, un 1-8 frente a San Lorenzo, y nadaba para no ahogarse en el fondo de la tabla del torneo de Primera en aquel 1961 que terminó de dramática manera: con Juan José “Pichón” Negri, gloria de Estudiantes y del fútbol argentino, tapa de El Gráfico con tres equipos diferentes (un hito nunca igualado), como DT, el Pincha llegó a la fecha final último en la tabla y con un punto de ventaja sobre Lanús en los promedios. Y el rival era… Lanús. De visitante. El duelo por la permanencia fue feroz: aquel 3 de diciembre de 1963 hubo lucha, coraje y 8 expulsados: terminaron 7 contra 7. Estudiantes, a 10 minutos del pitazo final, descendía: el Granate ganaba 1 a 0 hasta que Roque Fernández pateó un tiro libre que Juan Carlos “Coco” Rulli desvió para convertir uno de los goles más gritados de la historia de Estudiantes. El de la salvación.
Negri dejaría tras aquel torneo el cargo de entrenador, cediendo su lugar a Saúl Ongaro, piloto de una brava tormenta durante los siguientes dos años. Es que, recuerda Papaleo, “Estudiantes no tenía jugadores importantes en Primera. Habíamos incluso traído de rebote un jugador de Brasil… Tuvo mucho de esos jugadores de verano: se probaban y en el verano la rompían. Cuando venía el campeonato era muy mala la realidad. No había rigor en el trabajo, no había prestigio, se vivía del prestigio anterior, pero veníamos de un intermedio absolutamente malo, de muy bajo nivel”.
“Sufríamos tremendamente. Desde el 50 y pico. Teníamos malos equipos, a lo sumo regulares. Iba a la cancha de River, con mi padre, que siempre llegábamos tarde… y ya nos habían metido tres goles. Una vez fuimos a la cancha de Racing, y ya nos habían metido cuatro cuando llegamos. Siempre mal, mal, mal”, recuerda Félix Campodónico, en aquel entonces un joven hincha del club.
Con esa premisa, no quedaba otra que sufrir: en 1962, Estudiantes terminó anteúltimo. Ganó 5 partidos; perdió 13. Fue el último equipo en salvarse de perder la categoría en la tabla de los promedios, que asfixiaba cada vez más al club. En 1963 había muy poco margen. “Fue una época malísima de Estudiantes. Era media tabla, o salvarte del descenso”, recuerda Roberto Cicora, que por entonces ya era parte de las inferiores de Estudiantes.
Unas inferiores improvisadas, como las de todo el fútbol argentino. “Entrenábamos martes, miércoles, jueves quizás fútbol, y todo era muy light, nada que ver, los sábados libres… No había rigidez, físicamente no nos preparábamos como nos preparamos después”., cuenta. Incluso, agrega, cuando pasó, ya como profesional, a Deportivo Español, un traspaso que permitió la llegada de Carlos Salvador Bilardo al club, “hacíamos preparación física como en la escuela, dar una vuelta a la cancha, patear… y era Primera”.
“Entrenábamos muy poquito en inferiores, todo era muy precario, muy desorganizado”, recuerda Humberto Zuccarelli. “Entrenábamos dos veces por semana, y jugábamos los domingos a la mañana. Y había equipos que incluso entrenaban menos que Estudiantes en inferiores. En el fútbol argentino, todos entrenaban dos veces por semana en inferiores”.
Estudiantes no solo no era la excepción, sino que en algunos aspectos el abandono era marcado. Ruben Koroch, entonces dirigente del club, relata que “el club no estaba bien organizado. No invertía, en ese momento, en divisiones inferiores”. El recuerdo de Gabriel “Bambi” Flores es más descarnado: “No había nada. Las medias, de lavarlas, se ponían duras: eran de cartón. Rotas. Era lo que había: el rezago. Eso es lo que recibían las inferiores”.
A ese club, que se encontraba para colmo peleando por no descender, llegó un joven Raúl Madero: elegante central de 23 años cursando las instancias finales de la carrera de Medicina en la UBA, aterrizó como parte de pago por Rulli, el héroe del 61, o, en realidad, como una especie de obsequio: “Alberto J. Armando era amigo de Don Mariano Mangano, y Mangano le pidió jugadores. Y Armando decidió regalarle ‘un pichón’ a Estudiantes”, contaba el Doctor Madero.
Para Rulli la transferencia era desembarcar en un grande; para Madero, sin lugar en Boca, en cambio, era llegar a un páramo. E implicaba viajar todos los días intentando terminar sus estudios y sostener la carrera de futbolista a 50 kilómetros de distancia. “Todos los días tenía que irme a La Plata a entrenar, volver, cursar. Y vivía en San Isidro. Una tortura total, absoluta”, recordaba Madero. Por eso, “cuando me vinieron a buscar les transmití esto, y les pedí mucha plata”.
Le pagaron, pero la primera impresión de Madero, en su llegada al club, fue que hubiera sido mejor que no lo hicieran: “A las pocas semanas de llegar, le dije a Don Mariano: ‘Este club no tiene ni medias’. Me daban unas medias que no sé si eran de Pelegrina, de Infante, pero te las ponías y era como ponerse una faja. Teníamos cuatro pelotas, había cuatro duchas, no había agua caliente…”
“Le conté a Don Mariano cómo hacían en Boca, pero Don Mariano me contó que el club tenía muchas limitaciones… Le dije: ‘Si no se arman las cosas bien hechas, no podemos hacer nada’. Me quería ir. Me quería dedicar a la medicina, si nada cambiaba. Pero “Don Mariano me dijo que no me quejara tanto e hiciera lo que tenía que hacer…”, se reía Madero al relatar la anécdota. Sin embargo, en medio del desierto, “encontré un regalo divino: esa Tercera que tenía Miguel Ignomiriello”.
Don Miguel Ignomiriello llegó a Estudiantes para encargarse de las inferiores en marzo de 1963. Inmediatamente comenzó un proceso de ordenamiento y jerarquización del trabajo de inferiores, que aquel año ya daba sus frutos, con una Tercera división que salía de perdedora y trepaba a mitad de tabla.
Aquel año, habían pasado 6 temporadas del último título del club en categorías inferiores (la Séptima había campeonato en 1957); nunca desde el comienzo de la era profesional había conseguido un título de Tercera división, la más cercana al escalafón profesional.
Esa sequía no duraría mucho tiempo más. La Tercera de Don Miguel daba sus primeros pasos, mientras la Primera, en medio de las serias limitaciones que Mangano le señalaba a Madero, mejoraba mientras intentaba salvarse del descenso: el diario El Día reportaba hacia fines de temporada tenía “importantes deudas contraídas con sus jugadores”, pero el equipo de Ongaro hizo una mejor campaña que en la anterior temporada, y terminó noveno, ganando 9 y perdiendo 11 . Según recuerdan los que siguieron aquella campaña, incluso, el equipo jugaba bien, y perdió varios partidos por la presión que imponían los promedios, por jugar con la soga al cuello y los músculos tensos. Pero no hubo finalmente salvación: el acumulado de puntos de los dos años anteriores provocó que Estudiantes perdiera la categoría incluso con un par de fechas de antelación.
Sin embargo, Estudiantes no descendió. Los promedios eran fuertemente cuestionados por los equipos chicos del fútbol argentino, y los elencos grandes intentaron aprovechar para negociar más votos a la hora de las decisiones: bajo el eufemismo de una “reestructuración”, comenzaron tres meses de reuniones en AFA para definir la forma que adoptaría el torneo desde 1964.
Las reuniones se extenderían hasta fines de febrero, con los grandes insistiendo por su voto calificado y los chicos en rebeldía. Comenzaron a organizarse amistosos, hasta un torneo de pretemporada entre los clubes de capital como una forma de presionar al resto a plegarse a su propuesta. Estudiantes organizaba su futuro, mientras tanto, sin saber si jugaría en Primera o en la B. En medio de la áspera grieta entre chicos y grandes, se abstenía de participar, interesado en conseguir la supresión de su descenso, algo con lo que los clubes chicos no estaban de acuerdo: querían el fin de los promedios para 1964, y luchaban por suspender un par de años la pérdida de categoría, ahogados económicamente, pero no querían una suspensión retroactiva.
El caso Newell’s ayudó: en medio del debate en AFA, el club rosarino comenzó a presionar para ser ascendido a Primera. Había logrado el campeonato del ascenso en 1961, pero por una incentivación no le permitieron llegar a la máxima categoría. Pero aquel intercambio de dineros nunca fue probado y la Lepra quería su ascenso.
Una trama de intereses cruzados digna de un policial negro: aquel ascenso por escritorio de Newell’s, que se sumaba al conseguido por Banfield en la cancha, implicaba que, de descender Estudiantes, el torneo quedaría conformado por 15 equipos: es decir, un equipo quedaría libre en cada fecha. Don Santiago Bianchetti, delegado de Estudiantes en AFA con gran influencia, vio una posibilidad, y empujó a suspender el descenso de Estudiantes.
“En el 63 a Estudiantes lo salvaron, porque era Estudiantes”, afirma Campodónico. La reestructuración del fútbol argentino terminó con un acuerdo pisando marzo de 1964, que dejaba a los rosarinos y los platenses en Primera, y, por impulso de Valentín Suárez, presidente de Banfield, sin descensos hasta 1965 (finalmente, tampoco habría descendidos en 1966: se suspenderían a una fecha del final del torneo).
En ese momento, Don Miguel Ignomiriello olfateó una oportunidad histórica: se avecinaban dos temporadas que permitían al club dejar de pensar en lo inmediato, intentar salvarse del descenso, para pensar en el futuro. La suspensión de los descensos posibilitaba dejar de centrarse en lo urgente para ocuparse en lo importante. “Le hice ver a Don Mariano Mangano la posibilidad de hacer un trabajo de mediano plazo para que cuando aparezcan nuevamente los descensos, Estudiantes esté conformado por un plantel compuesto de juveniles”, recuerda Ignomiriello. “Don Mariano tenía una virtud: sabía escuchar. No es común. Mariano escuchó, y comenzamos a trabajar en ese plan de mediano plazo”.
“Ese fue el Big Bang del campeón del mundo”, dice Enrique Lombardi, por entonces jugador de las inferiores del club y que ocuparía el cargo de presidente entre 2011 y 2014. “Y fue una de las grandes revoluciones del fútbol argentino”: vendrían días de innovación permanente, de entrenamientos rigurosos, en doble turno, becas para que los jugadores no tengan que trabajar, de captación de talentos por todo el país, de complejos vitamínicos, de médicos y hasta un químico exclusivo para las inferiores. Don Miguel contrató hasta un socializador, que preparaba a los jugadores para enfrentar a los medios.
Un verdadero laboratorio con un científico loco al mando, que de alguna forma, en tiempos donde ningún club ponía un peso en inferiores, se las rebuscó para llevar adelante un ambicioso proyecto. Consiguió medias, pelotas, ropa: las inferiores dejaron de llevar los descartes de otros años, y cada jugador pasó a tener su canastito, con sus toallas, sus vendas, sus implementos. Pero cada jugador se tenía que hacer responsable de lo suyo: porque la revolución no era solo de materiales, sino también de la mentalidad. Así, a medida que ganaba, la Tercera de Estudiantes dejaba de ser ese equipo simpaticón, se convertía a la escuadra que llegaba a todas las canchas impecable, que se agrandaba desde el vestuario, y que en la cancha aplastaba físicamente a los rivales tras tantas jornadas de doble turno. “Esas seis horas diarias de trabajo técnico, físico, de planteos técnicos, de lunes a viernes, se convertían en 30 horas semanales, 120 horas al mes. Sobre 11 meses de trabajo, son más de 1320 horas. Mis colegas seguían trabajando a lo sumo dos horas y media por día, dos o tres días por semana, trabajaban 10 horas semanales, 40 horas al mes como mucho. Yo decía: ‘Para que un colega me alcance, tienen que pasar más de tres años’”, relata Ignomiriello.
Aquel Madero desencantado comenzó a recuperar la ilusión espiando a esa Tercera de Miguel. “Muchas veces me ponía en el túnel, con un buzo, para ver cómo jugaba la Tercera. Y me daba cuenta de que había algo muy bien hecho… Todo el movimiento del equipo, las actitudes que tenían, me gustaba mucho. Eran limpios, eran buenos. Tenía cualidades que me gustaban: al menos eso tenía proyección. Y evidentemente no era que yo tenía la bola de adivinar: cuando las cosas se hacen bien se notan”, recordaba el campeón del mundo. Comprometido con el crecimiento de aquellas bases, alguna vez, contaba, le prestó el auto a Don Miguel para ir a Chascomús, donde concentraban: como desde el club no había demasiado dinero para destinar a esas concentraciones, inéditas para un equipo de juveniles, varias veces se viajaba en autos particulares.
Madero era uno de tantos seguidores de la Tercera del 64, que ya comenzaba a congregar multitudes a las 11 de la mañana: ganaba y goleaba, y despertaba incluso más interés que la Primera de Carlos Aldabe que terminaría aquel año 14° de 16 equipos. La Tercera, en tanto (para muchos la verdadera Tercera que Mata, con Verón, Poletti, Flores y Pachamé, que subirían a Primera en 1965), sería subcampeona, perdiendo solo 5 partidos de 30. Quedó en la puerta del título tras perder un partido todavía hoy discutido frente a Rosario Central, pero la semilla de la mística estaba plantada, como dice hoy “Bambi” Flores, y como ya sabía por entonces Don Miguel: en mayo de 1965, le decía a El Día que “en 1968 Estudiantes tendrá un plantel hecho todo en el club”. Ese plantel sería campeón del mundo.