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Enrique Lombardi: “La Tercera que Mata fue el Big Bang del campeón del mundo”

Enrique Lombardi pasó toda la vida junto a Estudiantes. Llegó al club para jugar al fútbol, en infantiles, en el equipo de Pre Novena llamado en aquel momento Peñarol, que manejaba Leopoldo Magariño, y de ahí pasó a la Novena. En 1965, fue parte de la Sexta campeona y, recuerda, “hice el gol del triunfo en el partido final”.

En paralelo, comenzaba a estudiar, y su carrera de Arquitecto lo alejaría finalmente el fútbol profesional, pero volvería como dirigente, bajo la presidencia de Néstor Oltolina, haciendo obras en el estadio para que el club participe en la Supercopa, y siguió ligado en ese sentido al club durante los años de Cicchetti y Alegre, donando su trabajo de arquitecto. Finalmente, realizó el proyecto del Estadio UNO. “De chico, dibujaba siempre la cancha de Estudiantes, desde los 10 años. El tiempo generó que terminara haciendo la cancha de Estudiantes, algo medio loco, medio premonitorio”, se ríe quien, más tarde, se transformó en presidente del club.

Fue como “un círculo que se cierra”: Lombardi cuenta que renunció a un decanato para volver a Estudiantes, como presidente, luego de que la arquitectura marcara su retiro del fútbol. Y luego, también, de que Don Miguel Ignomiriello lo mandara a estudiar. “No me olvido más una tarde que sentado en la vieja pileta, atrás de la cancha, en la que Miguel me dijo: ‘Usted, Lombardi, nunca deje de estudiar’”, relata. Le hizo caso.

El círculo también se cerraría para Miguel que en la presidencia de Lombardi se acercó al club como asesor y presidió la comisión que hizo de jurado en el concurso para determinar el proyecto que se haría cargo de las divisiones inferiores. Lombardi lo eligió por una razón sencilla: “Lo admiro. Cuando yo llegué al club, en inferiores no había nada. Hasta Miguel Ignomiriello”.

Lombardi recuerda cómo “de secarnos con la camiseta, pasamos a tener, cada jugador, fuera de la división que fuera, nuestros canastos con zapatillas, botines, vendas, camisetas, toallas…” Además, “había un podólogo, vitaminas que nos daban los jueves, te entrenabas de una manera especial, cuando el resto de los equipos entrenaba así nomás… Te sentías un jugador de Primera siendo un chico, eras tratado como tal. Y eso implicaba también que teníamos muchas responsabilidades”.

La disciplina era total: mientras la mayoría de los equipos entrenaba, de forma ligera, dos o tres veces por semana, Don Miguel imponía doble turno, todos los días. Lombardi recuerda incluso un día en que “un partido que se suspendió, con Gimnasia, de la Tercera, por la lluvia. Cuando se suspendió, Miguel los hizo entrenar igual, en el barro, en la cancha de La Líder, bajo la lluvia”.

Así se forjó la Tercera que Mata, el equipo de Tercera de 1965 de Estudiantes que para un Lombardi joven, como para tantos, era una cita imperdible. “No faltaba. Eran nuestros compañeros, aunque éramos más chicos entrenaban ahí, en la misma cancha. Y era una fiesta. La gente iba a ver la Tercera, se iba a comer con la Reserva y volvía para la Primera”, recuerda. Y cuenta que “para los más chicos, ver esa Tercera era un ejemplo. Estudiantes era un club sin grandes logros por entonces. Verlos entrenar era un placer, fue algo inolvidable. Haber vivido a esa Tercera tan de cerca es uno de los grandes recuerdos de mi vida. Había grandes jugadores, jugadores que no tenían lugar en la Primera iban a otros clubes y eran grandes jugadores”.

– ¿Esa Tercera que le ganaba a todos marcó un click, un cambio de mentalidad puertas adentro?

– Por supuesto. Se empezó a cambiar la cabeza, a mi criterio, pensándolo hoy, por la organización de Miguel, con los canastos, las vitaminas, el orden… Además se trajeron futbolistas de muchos lugares, se los alojó, se los alimentó bien: eso forjó una superación en las inferiores que llegó a su máximo nivel en esa Tercera que Mata. Había jugadores con una mentalidad muy ganadora desde inferiores: te exigían, y queríamos ganar. No había esa resignación perdedora. Al contrario. Creo que la mística arranca ahí. En esa Tercera que Mata. Y eso cambió la imagen del club: yo me acuerdo de pensar que si la Tercera pudo salir campeona, podíamos todos. Y cuando esos muchachos empiezan a subir progresivamente a Primera, ahí empieza a verse reflejada toda esa preparación de años, que hizo eclosión con el campeonato del mundo.

– Usted después fue dirigente, y más tarde presidente de Estudiantes. ¿Cómo ve todos esos cambios que hizo Don Miguel, que en su momento fueron resistidos, desde el presente?

– Estoy convencido de que lo de Miguel fue una revolución. Y sigue siendo moderno. Si Miguel estuviera hoy, seguramente sería un adelantado por esas cosas que hizo antes. Pero además, su cabeza sigue funcionando a mil, seguro incorporaría cosas novedosas como aquellos, quizás estaría pensando en la inteligencia artificial, trabajaría con lo cognitivo… No me cabe duda. Por eso, cuando fui presidente, hice un concurso para las divisiones inferiores, el tribunal lo presidía Miguel. De ahí salió una camada que además de pelear campeonatos, nos dio muchos millones de dólares. Por eso también le quise poner a la concentración del Country “La Tercera que Mata”, para reconocer algo que generó una mística. Nunca más hubo una Tercera que Mata, para darle valor a nivel de Estudiantes, pero también a nivel del fútbol nacional e incluso internacional. ¿Cuántos clubes en el mundo trabajaban en ese momento de esa manera? Miguel estuvo sorprendentemente adelantado, todavía hoy, eso sigue siendo moderno. Miguel fue una gran innovación. Y la Tercera arrancó de antes: incluso en Sexta, nos daban inyecciones de vitamina, éramos los que más entrenábamos, en el segundo tiempo los otros se cansaban y nosotros seguíamos, llegábamos todos prolijos, pelo corto, traje desde Octava, Séptima… tenías tu canasto, con tu ropa, te sentías un jugador de Primera. Todo eso fue armando una mística, te hacía sentir importante, y tenías un reflejo para ir mirando: la Tercera que Mata fue una de las grandes revoluciones del fútbol argentino, el Big Bang del campeón del mundo.

– Enrique, después de toda aquella etapa, usted llegó a jugar como profesional, y lo tuvo a Osvaldo Zubeldía de entrenador. – Sí. Yo jugaba en Quinta, y necesitaba un central para la Reserva. Zubeldía dirigía la Reserva, daba las charlas técnicas, salía con la Reserva. Pidió un central para un clásico, ya Miguel no estaba. Me mandaron a mí, y me acuerdo que estaba engripado, pero iba a entrenar igual porque no me quería perder esa posibilidad: volvía a casa y vomitaba todo. Pero al otro día volvía a ir a entrenar. Jugué bien, y Zubeldía me empezó a pedir, jugué varios partidos, estando en Quinta y Cuarta, en la Reserva que dirigía Osvaldo. Y jugué un partido en Primera, en el 71, Miguel dirigía la Primera. Ese fue el último año que jugué, ya estudiaba Arquitectura, había empezado estudiando Ingeniería, que cursaba menos, pero en Arquitectura había más cursadas, así que ese año 71 ya estaba complicado de tiempos por la facultad. Y tomé la decisión de dejar el fútbol. Fue una decisión difícil, era chico, soñaba con el fútbol, pero siempre lo tomé como un deporte, más que como un sueño de ser profesional, me veía más arquitecto que futbolista: me gustaba jugar, entrenar, la adrenalina. Pero nunca sentí ese deseo de dedicarme a eso. De todos modos, durante un par de años soñaba que me tenía que levantar para ir a entrenar…

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